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 Soy Fernando Iván Hurtado Solís

Nacido en Santiago de Cali el 29 de septiembre de 1949 —día de los santos arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel, según el santoral católico—, Fernando Iván Hurtado Solís es un pensador cuya vida ha estado marcada por la búsqueda del sentido, la palabra y el espíritu.

Hijo de un emigrante boyacense y una mujer valluna, segundo entre once hermanos, creció en una Cali todavía apacible, en el barrio San Antonio, donde la montaña custodia los ríos y la naturaleza dialoga con el alma de quien sabe escucharla. Allí transcurrieron su niñez y juventud, moldeadas por la sensibilidad de la geografía y la austeridad de una época en la que los maestros, siempre vestidos de traje y corbata, eran figuras respetadas: adultos religiosos, de eucaristía dominical y dignidad serena.

Cursó estudios de Filosofía en la Universidad Santo Tomás de Aquino, en Bogotá, y ha dedicado su vida a la docencia, la reflexión crítica y la creación literaria. Su formación académica se complementó con estudios en Lingüística Española, Derecho y Ciencias Sociales, Administración Ambiental y Teología. Todos estos saberes confluyen en su pensamiento, no como acumulación racionalista, sino como herramientas para alcanzar una forma de sabiduría forjada en errores, intuiciones y verdades profundas.

 

Es filósofo por naturaleza y escritor por necesidad existencial. Encuentra inspiración en los gestos mínimos, en los silencios, en lo cotidiano. Sus ideas nacen de la noche, cuando la ciudad duerme y la conciencia despierta. En esa vigilia surgen sus libros, donde la vida se revela en una mezcla de ternura, absurdo y lucidez.

Se define como lector insaciable y amante del conocimiento. Los libros son su compañía constante; si hubiera sido futbolista —bromea—, los balones ocuparían ese lugar. Cultiva con orgullo una rebeldía íntima y una locura bien dosificada: ingredientes esenciales para resistir el desencanto del mundo y transformarlo con la palabra.

Fernando Iván escribe como quien respira: con necesidad, con conciencia, con gratitud. Y desde esa fidelidad a la vida, ofrece sus reflexiones como ofrendas destinadas a quien aún busca —con los ojos abiertos y el alma dispuesta— un poco de verdad.

Hijo del existencialismo, cristiano y ateo, admirador simultáneo de Tolstói, Dostoievski, Malraux y Unamuno, recibió también la influencia de los teólogos de la muerte de Dios. Dedicó tiempo al estudio de textos económicos para comprender la complejidad del mundo, y actualmente reflexiona críticamente sobre las propuestas de autores como Harari, a quien considera un historiador polémico. Su pasión, sin embargo, permanece intacta: la lectura. Y entre sus tesoros, destaca la Biblia, a la que se acerca con un sentido espiritual, nunca dogmático.

Podría decirse que su formación inicial lo llevó a ser monaguillo, educado en latín por un jesuita, con el catecismo de los franciscanos y las enseñanzas de las Hermanas de la Providencia. Fue una suma de influencias religiosas que, al culminar la secundaria, lo condujeron a iniciar el camino del sacerdocio.

Curiosamente, cursó sus estudios secundarios en el Colegio Benjamín Herrera, una institución de orientación liberal, con una juventud que leía a Marx, Engels, Mao y Camilo Torres.

Creyente hasta los tuétanos, filósofo por vocación y por opción, rebelde por coherencia interior, fiel a sus ideales de fe sin traicionarlos ni rendirlos al nadaísmo, al ateísmo o al com

unismo, abandonó el seminario mayor de Cali para continuar su formación en la Universidad Santo Tomás.

Gracias al influjo de pensadores como Germán Marquínez Argote, el dominico Joaquín Zabalza, el antologista Álvaro Pachón Padilla y otros grandes maestros, desarrolló una independencia de pensamiento que logró transmitir e inocular en sus alumnos durante su ejercicio docente en literatura y filosofía.

En poesía, admira a Martí, Guillén, Octavio Paz, la llamada poesía negra, la literatura costumbrista colombiana, y autores como Gustavo Álvarez Gardeazábal. Defiende el humor como ingrediente indispensable en la creación literaria, no para desvirtuarla, sino para despojarla de solemnidad innecesaria. A fin de cuentas, dice, la literatura es arte, no ciencia.

Mis libros

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