Fragmento del libro "eso es...puro cuento"

Ángeles sin alas

Por  Alina María Angel Torres

La señora Patricia inició su hospitalización sin imaginar cuánto tiempo estaría allí… Su patología no era nada buena; un cáncer de mama hizo su aparición cuando 45 soldados custodiaban su vida.

Recuerdo el día de su ingreso, estaba en la cama 509, era una señora alta, elegante y hermosa que siempre se vestía bien. Acompañada por su esposo y sus dos hijos se mostraba alegre. Era una familia unida, se veían bien juntos.

Su apariencia inicialmente no era la de alguien con un diagnóstico tan agresivo, porque diariamente en las mañanas al momento de nuestra ronda cotidiana, la encontrábamos sentada en la cama, ya bañada y vestida con ropa deportiva, y con dedicación maquillando su rostro.

Patricia era muy amable al saludar; siempre nos ofrecía frutas, gaseosa, en fin, una persona que se fue ganando el corazón de cada una de nosotras.

Un día llegué a recibir turno y me informaron que la habían operado, pero que desafortunadamente, la enfermedad avanzaba a pasos gigantescos. Ya había un compromiso mayúsculo y muchos de sus órganos estaban afectados por ese huésped agresivo, que se hizo paso en su cuerpo sin invitarlo.

Desde aquel momento supe que nuestra querida paciente empezaría a menguar su luz hasta extinguirse, pues desde que entré en su habitación aquella vez, vi dibujada en su faz una expresión de desesperanza y tristeza que derrumbó cualquier barrera de fortaleza que antes la acompañaba.

—¿Si supo cómo me fue en la cirugía? —me preguntó, ampliando el tamaño de sus ojos, para evitar que las lágrimas se le escaparan.

—Sí señora —respondí— pero sólo Dios sabrá cómo serán las cosas de ahora en adelante, no se ponga a darle vuelo a la imaginación.

Me sonrió y apretó entre su mano una estampita de algún santo, no visualicé cuál.

Cada vez que yo estaba de turno era a mí a quien llamaba, iba y me buscaba al puesto de enfermería, si yo estaba desayunando o almorzando, mis compañeras se le ofrecían para ayudarle, pero ella sólo quería que yo la atendiera, incluso cuando su habitación no me había sido asignada.

—Es que usted es más amable. Aquí todas son muy queridas, pero usted es de mejor voluntad; no se ve molesta cuando uno la llama tantas veces, ¿me entiende?

Así una y otra vez me iba yo inscribiendo en el libro de aquella historia y de esa forma vinculaba mi vida con la de quien de alguna manera me recordaba a esa tía que amé con el alma y aún extraño tanto, a esa Magnolia que fue una flor que dejó aroma de alegrías en mi vida y un sabor amargo cuando —por una condición igual—tuvo que marcharse.

Cómo no traer a colación a mi tía, si forma parte de mí, de lo que soy; incluso hay quienes afirman que tenemos espíritus semejantes.

Recuerdo que mi tía Magnolia, le rogaba a Dios que le dejara jugarse la última carta, pero su destino estaba escrito. Cuidé de ella con amor y sus palabras hicieron eco en mí:

—“Serás una excelente enfermera” —dijo un día, mientras yo masajeaba su cabeza y en mis manos se quedaban manojos de pelo, todo a causa del fuerte tratamiento al que estaba sometida.

Transcurrieron los días y así se cumplió un mes de cuidados paliativos a la señora Patricia, suministrados a quien era la fortaleza de un hogar, y ahora se veía sumida en un mar profundo de dolencias físicas y emocionales.

Su pudor le impedía asimilar que sus hijos le ayudaran a bañarse, por eso siempre hasta el último momento hizo esfuerzos sobrehumanos para levantarse de su cama y permanecer organizada.

Cuánto recuerdo el día en que sus fuerzas no le dieron para desplazarse al baño y al acudir al llamado que realizó, la encontramos llorando, vestida de impotencia por no haber alcanzado a levantarse cuando una deposición líquida hizo abrupta aparición.

—Cálmese doña Patricia, no llore por eso; aquí estamos nosotras prestas a ayudarla, no se incomode, esa es parte de nuestra labor.

Ansiosa me buscó entre todas las estatuillas blanquecinas que en frente de ella estábamos, y se puso en pie para abrazarme. Yo me quedé atónita, y luego correspondiendo a su gesto de gratitud también la abracé y le permití llorar, desahogarse como quizás nunca esperé que lo hiciera; jamás la imaginé así tan frágil, tan pequeña…

Y ahí nos quedamos, ella en su mundo, yo en el mío. Pensábamos tal vez, que éramos tan vulnerables, blanco perfecto para ese afilado enemigo que nos mata a mordiscos, y nos impide ser libres.

Finalizada aquella jornada y fui a desearle las buenas noches, desde ese instante la dejamos con pañal para evitarle otra situación desagradable, pero para quien no ha estado acostumbrado a tantas limitaciones, se le hace más difícil el desenlace de lo inesperado.

—Descanse señora Patricia, que Dios la bendiga; la dejo en compañía de su hijo, ya sabe que cualquier cosa llaman a mis compañeras o a la jefe.

Me miró con tristeza e indagó acerca de mi próximo turno.

—Descanso cuatro días; realicé un cambio para poder estar con mi hijo y salir de paseo en familia, pero por aquí nos volveremos a ver queriendo Dios.

Con una sonrisa franca me contestó:

—Seguro que sí, aquí te espero mi ángel sin alas.

El sábado en la noche, extrañamente el quinto piso estaba en una calma que asombraba. Las camas de la habitación 509 vacías. Mi expresión, aunque silenciosa, habló por sí sola.

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