Federico Zapata (*)

Cuando crecemos, percibimos con obviedad que lo que somos es principalmente debido al inmenso esfuerzo de nuestros padres, que aparte de tener el amor de concebirnos y permitirnos nacer, también se sacrifican por nosotros todo el tiempo, incluso ya más grandecitos.

Pero los humanos somos frágiles, muy frágiles y aún con o sin ellos, teniendo suerte de contar con buena salud y también buena estrella,  siempre seguimos dependiendo por el resto de la vida de otros seres humanos igual de fundamentales  que se cruzan en nuestro camino y siguen transformando nuestras vidas de una u otra forma, algunas veces con cosas sencillas pero indispensables y otras con asuntos de gran  trascendencia, que pueden no ser notorios, aunque son determinantes en nuestro existir.

Y con el tiempo, frecuentemente no nos detenemos a analizarlo, a detallarlo, a percibirlo e incluso a darle las gracias a esas personas.

Cuando ejerzo mi labor como ginecólogo me maravillo de tener la oportunidad en muchas ocasiones de poder influir un poco en la vida de los pacientes que atiendo, y especialmente cuando logro presenciar en un parto el milagro de la vida, al nacer él bebé, y verlo por primera vez en mis manos llorando y sintiendo su corazón latir.

Son segundos mágicos en donde se detiene el tiempo, y pasan por mi mente ráfagas de muchas vivencias, muchos pensamientos  y rememoro con éxtasis en silencio  los instantes que permitieron que pudiera llegar a este momento único y espectacular.

Ahí es cuando pienso en mis padres y ese tipo de personas cruciales.

Una de ellas se las revelaré ahora. Pero, por supuesto, tengo más.

Cuando inicié el primer semestre de mi carrera de medicina, había una materia que estaba haciendo añicos a casi todo el grupo por su dificultad, era la química orgánica.

Notaba que muchos de mis compañeros se quejaban de no entender nada, sin embargo, estoy seguro de que el daño severo era para mí, pues cuando el profesor daba su clase parecía que hablaba en chino. Por supuesto mis notas eran las peores y estaban poniendo en serio peligro que avanzara a un nuevo semestre y estaba de primero en la lista de descabezados que tendrían que buscar otra profesión.

De hecho en realidad fueron varios los que se rezagaron y  aún en algunas ocasiones  me los encuentro.

Muchos compañeros murmuraban que había un alumno aventajado, que entendía todo e incluso mucho más de lo que se enseñaba, y que en su casa explicaba con una claridad asombrosa lo que nadie comprendía.

Mi orgullo personal me hizo tratar de resolver el asunto por mi propia cuenta, haciendo caso omiso al rumor.

Mis padres miraban mi angustia con preocupación e impotencia y buscaron soluciones urgentes.

Primero me llevaron un profesor privado de química que iba en las tardes a tratar de explicarme los jeroglíficos que nunca logré descifrar. A mis 17 años aún había un poco de candidez propio de la época y me demoré en comprender que su sobadera en mis muslos mientras explicaba, no era un método pedagógico especial si no un deseo de conocerlos más. Claro, solo hubo una sola clase y se hizo necesario buscar otra opción.

Mi decepción era  mucha.

Luego apareció una profesora joven, de exuberantes y generosas formas que vestía ropa ajustada y tenía una gracia especial.

Mi instinto juvenil se despertó y estuve seguro de que ahora si aprendería todo, pasaría la materia sobrado y también de que seguro ella  aplicaría de pronto la misma extraña pedagogía del aburrido y osado profesor anterior.

Recibí varias clases y tuve paciencia, pero para mí infortunio las calificaciones empeoraron y poca atención le prestaba mientras hablaba, esperando con ansiedad que aplicara la pedagogía del muslo.

Seguí insistiendo a mis padres que ella era la indicada para cambiar mi camino entorpecido y la defendí a ultranza hasta que mi mamá decidió echarla cuando notó como algo inusual, que mi papá llegaba un poco más temprano de su trabajo para acompañarme en la clase de química.

Estaba al borde del abismo y ya estaba pensando en nueva profesión.

Un día, decidí acudir donde el compañero aventajado que explicaba con asombrosa claridad.

Muy generoso me recibió en su casa, donde asistía creo la mitad del grupo.

Era inteligente, brillante y chistoso. Hacía ver lo complicado como algo sencillo.

 Era evidente el origen de su fama y sus excelentes calificaciones.

En cuestión de días pude revertir mi rendimiento y superar la materia con éxito. Fuimos varios los beneficiados.

De la profesora nunca volví a saber nada.

De las clases de química olvidé todo y no deseo recordarlas.

Ahora, luego de muchos años, estoy seguro de que él fue una de esas personas que quizás sin saberlo, pudo cambiar el destino de otras, especialmente la mía.

Creo que aún lo hace mucho más en su diaria labor.

Su nombre es Alejandro Moreno, y emigró a Texas donde ejerce su profesión con mucho renombre, como era de esperarse.

Donde te encuentres ahora, si por casualidad lees esto, ¡gracias Alejo!

¿Cúal Alejo o Alejos se han cruzado en tu vida?

(*) Médico y autor del libro Historias secretas de un ginecólogo.