Fragmento del libro "Cola de cerdo, el suicida fallido"

El zapato solitario

Carlos Alberto Velásquez Córdoba

 

“No hay nada más triste que un zapato solitario”, me dijo Lucho un día. 

Esa vez no le presté atención a esa frase. Ahora sé que tenía la razón. 

Conocí a Lucho el primer día que llegó a la Estación de Bomberos. Tan pronto lo vimos nos reímos de él. Era apenas un muchacho delgado que pretendía jugar al socorrista. Cuando el capitán nos lo presentó nunca pensamos que lograría encajar, y rápidamente fue puesto a prueba. Los novatos siempre han sido presa de los más bajos instintos y las peores bromas de quienes acostumbramos desafiar a la muerte frente a frente. Pero el muchacho demostró estar a la altura. 

Lucho tenía el temple para ser un verdadero rescatista. Era ágil y trepaba más rápido que todos nosotros; era muy valiente y no se arredraba ante ningún peligro. A pesar de su menuda figura podía cargar el equipo más pesado o sostenerse en pie sin retroceder ante el impacto de una columna de agua que saliera de un hidrante. En poco tiempo fue ganando el respeto de la brigada de bomberos. 

Su ambición era ser médico y dedicaba parte de su tiempo a formarse como técnico en enfermería, con la intención de escalar peldaños, y cuando las cosas se dieran, estudiar medicina. Por esa razón fue rápidamente asignado a la ambulancia de la Estación. 

También en su nueva asignación demostró sus capacidades. Nunca lo vi amilanarse ante las situaciones médicas complejas. Era compasivo con los pacientes y muy seguro en sus acciones. 

La segunda o tercera vez que atendimos un accidente de tránsito me llamó la atención una cosa: Lucho estaba preocupado porque el paciente, un motociclista que había chocado contra un bolardo, sólo tenía un zapato. 

Antes de transportar al paciente, que presentaba algunas excoriaciones y magulladuras, Lucho regresó a la escena a buscar el zapato del joven.

—Lucho, vamos. Estamos listos

—Denme un minuto. Estoy buscando algo.

—¿Qué te falta? ¿Qué se te perdió?

—Nada, nada… ya voy. 

Al subirse a la ambulancia, tenía el tenis del paciente en su mano. 

Quizás fue por la forma en que lo miré, pero sin mediar otra acción se limitó a encoger sus hombros.

—No hay nada más triste que un zapato solitario… —dijo. 

Yo pasé por alto su comentario. Supuse que lo hacía porque el paciente, probablemente luego de unas radiografías, podría irse a su casa y necesitaría ambos zapatos.

Sin embargo, la historia del zapato se siguió presentando. Lucho no podía tolerar que un paciente subiera a la ambulancia con un solo zapato. Siempre tenía que recuperar el otro. 

Un día tuvimos que atender un trágico accidente en el que toda una familia que viajaba en un pequeño carro había sido embestida de frente por un gran camión. El padre y la madre que iban adelante murieron al instante. Sus dos hijos adolescentes, habían quedado atrapados en el asiento trasero entre hierros retorcidos. Los compañeros de la máquina No. 01, tuvieron que usar la tijera hidráulica para poder liberarlos. Estaban muy mal heridos. 

Los inmovilizamos y cuando ya nos disponíamos a salir con ellos para el hospital más cercano, Lucho se devolvió a buscar el zapato de la chica.

—Hermano, tenemos que irnos ya. La muchacha está sangrando mucho a pesar del vendaje compresivo.

—Ya voy, ya voy… no encuentro su zapato…

—Olvídate del zapato… Vámonos…

—Ya voy… ya voy… 

El zapato no apareció y di la orden a Lucho de que subiera a la ambulancia. Arrancamos a toda velocidad para el centro más cercano. 

El hermano menor se salvó. La hermana murió al poco tiempo de llegar a urgencias. Nada se pudo hacer. 

Ya en la estación, llamé a Lucho y lo reprendí por su proceder. “La vida humana es más importante que un puto zapato”, le grité sin mucho tacto. 

Lucho bajó la cabeza y alcancé a ver una lágrima en sus ojos. 

Al día siguiente lo busqué. Quería disculparme por la forma como le había gritado. Yo también estaba impactado con la tragedia de esa familia.

—No se preocupe, sargento. Yo entiendo. No volverá a pasar.

—Pero es que quiero disculparme por la forma en que te grité ayer.

—Usted sólo hacía lo que debía, Daniel. Pierda cuidado. 

Lo noté muy serio y muy distante, por lo que más tarde lo volví a buscar.

—Lucho, decime una cosa. ¿Por qué es tan importante para vos, recuperar un zapato? Y no me vengás con que “no hay nada más triste que un zapato sin dueño” …Decíme la verdad. 

Los ojos de Lucho brillaron. Lo tenía acorralado. Había otra explicación y no lo dejaría en paz hasta que me la diera.

—Daniel, ¿usted no se ha dado cuenta de que en todos los accidentes graves siempre hay un zapato solitario? 

Para ser sinceros, era una verdad tan evidente que me maldije por no haberla descubierto antes. Si hacía memoria, en todo accidente de gravedad que hubiera presenciado, o que hubiera atendido, siempre había un zapato suelto en el sitio. Casi uno podía saber la magnitud del accidente si encontraba algún zapato tirado por ahí. Sentí que los pelos de la nuca se me erizaron. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, mientras era consciente de ello por primera vez en la vida.

—Lucho… ¿es que acaso crees…?

—Creo, ¡No! Estoy seguro.

—Pero eso es un agüero… 

Me miró con ojos penetrantes como si estuviera viendo a través de mí.

—¿De verdad cree usted, Daniel, que eso es coincidencia? ¿Nunca se ha preguntado por qué siempre en todo accidente grave hay un zapato suelto, tirado por ahí?

—Es simple coincidencia. Eso no tiene ninguna explicación científica.

—¿Y es que todo tiene que tener lógica? 

Entonces Lucho me explicó de dónde había sacado sus conclusiones:

—Hace varios años, cuando empezaba como socorrista voluntario de la Cruz Roja, fuimos a atender un accidente en el centro de la ciudad. Una camioneta se había subido a la acera y había tumbado un toldo donde una mujer indígena vendía talismanes, yerbas y embrujos. El conductor había salido ileso pero la mujer del toldo tenía algunos huesos fracturados. Cuando llegamos, la inmovilizamos y la acomodamos en la camilla. Al momento de subirla a la ambulancia, la mujer se puso agitada. Se levantaba y buscaba algo. “Mi chancla, mi chancla…” decía en un tono de angustia, mientras miraba su pierna vendada. Traté de tranquilizarla, pero ella pedía que no la trasladáramos sin sus dos chanclas. 

Yo le decía que se quedara quieta y tratara de relajarse. El líder del equipo dio la orden de arrancar con ella para la clínica más cercana. Ella gritando, me suplicaba que nos devolviéramos por su chancla. 

Debió golpearse la cabeza —dijo el líder, que tenía mucha más experiencia que yo—. Por eso está así. 

Hubo un momento en que la mujer me cogió del brazo y me atrajo hacia ella.

—La muerte… la muerte está esperando en los hospitales… La muerte siempre se lleva a los que llegan con un solo zapato…—decía en su delirio— ¡Yo voy a morir! ¡Ella me va a llevar! 

Como pude solté mi brazo de la presión de sus uñas. Me estaba haciendo daño. 

Llegamos a la clínica y para cuando la ambulancia se detuvo, la paciente había entrado en estupor. Al ingresar a urgencias, ella despertó. Me haló de la camisa y me señaló una pared. “Ahí está la muerte, me está haciendo muecas. Acaba de darse cuenta que sólo tengo un zapato. ¡Ya viene por mí!”. 

De un momento a otro la paciente hizo un paro cardiaco. Los médicos no pudieron revivirla.

 Jamás podré olvidar el terror que vi en sus ojos… 

Lucho miraba al vacío. Parecía estar viendo a la mujer.

—A lo mejor, Lucho, era que tenía alguna lesión interna. Quizás tenía algún sangrado que la mató.

—No. Lo que le faltaba era un zapato.

—Eso es superstición, Lucho —lo reprendí.

—Dígame la verdad, Daniel, ¿cuántas personas con un solo zapato ha salvado usted? —preguntó Lucho con una luz extraña en sus ojos

—Lucho. No podemos juzgar por eso. En los accidentes graves, la gente pierde su calzado.

—Diga lo que quiera. Lo que vi en los ojos de esa mujer, jamás lo podré olvidar. 

Nunca volvimos a tocar el tema. Sin decirlo, habíamos llegado a un acuerdo tácito. La conversación quedaría entre nosotros. 

Afortunadamente la mayoría de los casos que atendimos en los meses siguientes no fueron de gravedad. Por mucho tiempo, se presentaron pocos accidentes graves, de esos en los que uno encuentra un zapato huérfano tirado en la calle. Cuando llegábamos a la escena de algún accidente, lo primero que mirábamos eran los zapatos de los pacientes. Si ambos pies tenían su respectivo calzado, Lucho y yo nos mirábamos con una sonrisa. Por el contrario, si nos llamaban para un derrumbe o un colapso de una estructura y había algún muerto, un zapato impar, abandonado, huérfano, nos decía que la muerte había segado una vida. 

Transcurrieron las semanas y los meses, y Lucho nos sorprendió con una grata noticia. Había sido admitido en la escuela de Medicina. Se despedía de nosotros para comenzar una nueva etapa. Le hicimos una gran despedida. Nos habíamos encariñado con él. 

Ocasionalmente Lucho aparecía por la estación a saludarnos y a llevarnos una caja de donuts, hacía bromas sobre los novatos y nos contaba de sus progresos en la universidad. 

Una tarde de domingo, el capitán nos llamó a la sala de reuniones. Nos tenía una mala noticia. Lucho había muerto en la mañana cuando salió a dar una vuelta en bicicleta. Un hombre en estado de embriaguez lo había atropellado con su auto. Una ambulancia de la estación de bomberos cercana a su casa le había prestado los primeros auxilios, pero no alcanzó a llegar vivo a urgencias. El entierro de Lucho sería al día siguiente, luego de que Medicina Legal entregara el cuerpo. El capitán nos daría permiso, a algunos, de ir a su funeral, siempre que no dejáramos desprotegida la guardia. 

Recordé que en esa estación trabajaba un antiguo compañero y lo llamé. Quise saber de primera mano qué era lo que había pasado. 

El compañero me contó que cuando llegaron, Lucho estaba inconsciente, con pulso muy débil y con presión arterial muy baja. Le administraron sueros y lo trasladaron lo más pronto posible. No alcanzó a llegar a urgencias. Intentaron maniobras de reanimación que fueron infructuosas. En opinión del médico, había muerto por un desgarro de la aorta. No se hubiera salvado ni aunque el accidente hubiera ocurrido a la entrada de un hospital.

—Una pregunta, ¿tenía sus dos zapatos cuando lo llevaste a urgencias?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Una pregunta como cualquier otra… ¿Cuándo lo llevaron a urgencias, tenia los dos zapatos?

—No lo sé. Estábamos tan ocupados reanimándolo y poniéndole los sueros que no me fijé en ese detalle… ¿y eso que tiene que ver?

—No. Nada… Simple curiosidad… 

La guardia se me hizo eterna. Al salir de la estación sólo había un pensamiento en mi cabeza. Fui a la dirección donde el compañero había dicho que había sido el accidente. 

Nadie hubiera pensado que allí había muerto alguien unas horas antes. La calle, las casas y los árboles ignoraban que un ser tan especial había dejado de vivir en ese sitio. Nada indicaba que la muerte había pasado por allí y había cobrado una vida. Nada, excepto por un zapato deportivo que había quedado abandonado junto a la alcantarilla. 

Me senté en la acera y empecé a llorar. Definitivamente no hay nada más triste que un zapato solitario.

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