Fragmento del libro "Mi alianza con Dios"

Estamos tan solos

Alina María Angel Torres

Édver Augusto Delgado Verano

 

Durante toda la clase había visto su rostro triste, con la mirada fija en un punto impreciso del techo, y cómo tenía los ojos haciendo esfuerzos para no llorar. Así que al terminar me acerqué a él y le pregunté.

—¿Qué te pasa? 

No respondió nada, sólo me entregó un pequeño papel que decía: “Estoy tan solo”. 

Yo, que lo conozco a él y a tantas personas con las que trabajo, sé que esas palabras las pueden escribir muchos, porque a pesar de las familias, de las amistades, de los sitios de diversión, de las aglomeraciones, de los noviazgos y los grupos, muchos de nosotros nos sentimos solos, muy solos… 

Prácticamente podemos decir que la soledad es el problema central del hombre actual. Hemos hecho una sociedad para combatir la soledad y a pesar de todo, nunca habíamos estado tan solos. Algo nos falta, algo, o mejor, alguien, se nos extravió en algún lugar del camino y no hemos podido volver a encontrarlo. Lo cierto es que hay soledad. Una extraña soledad que nos lleva a buscar desesperadamente la felicidad o el olvido en el exceso de trabajo o en la búsqueda desaforada del dinero. 

No tenemos tiempo, siempre estamos solos, solos como los niños solitarios que llegan del colegio a la inmensidad vacía de un apartamento sin vida, porque sus padres únicamente podrán llegar cuando caiga la noche. Solos como el adolescente ensimismado en sus recuerdos tristes. Solos como la muchacha que entregó su amor a la persona equivocada. Solos como la esposa que sabe que ya no es amada. Solos como el hombre que mendiga un poco de compañía entre las sábanas de una amante. Solos como el borracho que se autocompadece en el rincón de una cantina. Solos como el pequeñín golpeado, que ya no sabe si su padre lo quiere. Solos como la niña que se deja tocar en un baile, para sentir —al menos por un momento— que le importa a alguien. Solos como las personas que se sumergen en las redes sociales para sentir que tienen amigos y son importantes para alguien. Solos como el anciano que fue abandonado en un asilo, y todos los días excusa su soledad diciendo que sus familiares están muy ocupados. 

Estamos solos, pero escondemos nuestra soledad detrás de un pasatiempo o detrás de la idea de que a la vida no se le puede pedir más. A pesar de las comodidades, las fiestas, los placeres, el dinero y los artículos de consumo, estamos solos, muy solos… Esta soledad la hemos venido padeciendo desde que sacamos a Dios de nuestras vidas. Para muchos Dios es simplemente una creencia, algo así como un mito familiar o, peor aún, una costumbre social, un hecho religioso. 

Pero para la mayoría de los seres humanos, Dios no es una creencia, es la compañía del alma. Nosotros, hombres modernos, hombres de la sociedad científico-técnica, creemos que ya no necesitamos de Dios. Quizá, como dijo Nietzche, hubo un día en que lo matamos para sentirnos superiores, y pensamos entonces que nos habíamos liberado del lastre que no nos dejaba realizarnos. Desde entonces estamos solos, porque Dios es la patria de todos los hombres, Él es nuestra nostalgia, Él es el único que puede llenar aquel vacío que nadie llena y el único que puede calmar aquella inquietud que nadie calma. Por eso hoy, sin saberlo, sin darnos cuenta, lo vamos buscando desesperadamente, indagando por Él en sitios donde no está, y así, siempre quedamos más solos… mucho más solos. 

En el fondo de todo ser humano hay una soledad estructural, una soledad que viene con la humanidad misma, una soledad que es una íntima nostalgia de alguien, de un amor más grande, bello y pleno. Cuando esta soledad no desemboca en el encuentro con Dios, entonces, una ausencia helada, un vacío de muerte habita nuestro corazón. Y así agobiados por nuestra propia soledad, salimos a buscar afuera, allí donde nos dice nuestro mundo de consumo que busquemos la presencia y el amor que en verdad tendríamos que buscar dentro. 

Dentro de nosotros está Él, en nosotros está todo el amor y toda la compañía que buscamos. El gran problema es que nunca se nos ha ocurrido que es a Él y no a otro a quien buscamos. Todo lo que el ser humano hace —incluso el pecado— es una manera de buscar a Dios, sólo se le busca donde Él no está. Porque lo buscamos en los placeres, en la vida fácil, en el confort, en los viajes, en las fiestas, en los vicios, las comodidades, en las riquezas, la tecnología y en las pasiones que simplemente hacen más grande nuestra soledad, soledad que sólo puede ser llenada por Dios. 

Porque buscamos en el lugar equivocado, nos quedamos como aquella persona, con la mirada entristecida, perdida en un lugar impreciso del techo y con nuestro corazón garrapateando en un papelito que dice que estamos muy solos. Pero en verdad, tan solos como queremos estar, porque allá adentro, en nuestras honduras, hay una presencia olvidada, un cariño extraviado, un amor ignorado y una amistad perdida. 

¡Volvamos la mirada hacia dentro de nosotros mismos!, no nos lamentemos más, que ahí dentro, llevamos una presencia. En las profundidades del alma, no existe la soledad.

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